lunes, 29 de enero de 2007

martes, 16 de enero de 2007


Uno de los signos distintivos de la Barcelona post-olímpica son las gafas de pasta rectangulares que los veinteañeros de los noventa convirtieron en una seña de identidad generacional y profesional (ver Dissenyaires). Las gafas de pasta rectangulares tipo Kissinger respondían a una tendencia subsidiaria de un revival del estilo formal previo al 1967, es decir, anterior al pelo largo, los abalorios, el incienso y todo lo que describía Frank Zappa en la canción “Camarillo Brillo” y que tuvo su propio revival en los ochenta con las gafas metálicas redondas tipo John Lennon. Estas gafas redondas, que eran las que proporcionaba la Seguridad Social inglesa, respondían a su vez a un revival vintage que influyó notablemente en la moda de los sesenta (pantalones a cuadros ellos, vestidos ceñidos y cortos y cabello a lo Louis Brooks ellas). Todavía se puede ver alguna de estas gafas redondas en el barrio de Gràcia, último reducto de resistencia Cumbayá. Las gafas de pasta rectangulares combinan bien con mobiliario futurista sesentero y colores vivos siempre y cuando predomine el blanco, pero las que tienen las puntas en forma de cuerno y que asociamos a una secretaria estadounidense de los cincuenta obligan indefectiblemente a combinarse con una prenda estampada de piel de leopardo y un flequillo abombado (John Waters, The Cramps, Betty Page) que a la larga empobrece los recursos y se aparta de lo estrictamente barcelonés. Llevar gafas de pasta rectangulares en Barcelona significa que escuchabas a los Smiths hasta que llegó el Sónar, que dejaste de tener el nombre de tu gato en 3D como salvador de pantallas en 1997 y ahora has vuelto a los tulipanes del Windows, que si eres gay eres de la bata de boatiné y no de la metro, que vas al Apolo porque conoces a alguien que trabaja ahí, que tarde o temprano te entrevistarán en el programa Silenci?, que conoces a Víctor Caballero, aunque no lleve gafas, que no te pierdes ninguna conferencia en el CCCBé sobre nuevas estrategias en el ámbito de la difusión, que en tu iPod tienes a Simon y Garfunkel bajo el pseudónimo de Vaca y Pollo para que no se enteren los demás, que sales cenado de casa, que del Shangay fuiste al Dot y luego al Fonfone para luego recalar en el 13, que en la espalda tienes un tatu de una niña sin ojos, que colaboras gratuitamente en una revista gratuita de tendencias, que tu primera novia trabajaba en el mercadillo de Portaferrisa, en fin, que eres un treintañero barcelonés.

Los Tarantos

lunes, 15 de enero de 2007

CAN TUNIS


La barriada que da nombre a la ladera sur de Montjuïc había sido en la Edad Media un poblado de pescadores conocido por la capilla de la Mare de Déu del Port, donde recalaban piratas tunecinos, de ahí el nombre. Posteriormente, el crecimiento de Barcelona relegó el barrio a la marginación, y se sabe que a principios del siglo XX se ejercía la prostitución de menores en los barracones que rodeaban el cementerio. En los años setenta, década de iniciativas, se intentó llevar a cabo un proyecto de urbanización que acabara con el chabolismo (más grave que las chabolas) de las numerosas familias gitanas que poblaban el lugar. Este proyecto se llamó “Avillar Chavorros” que en caló significa “Venid, niños”, y así bautizaron a la escuela de enseñanza primaria que pretendía atender a los niños del barrio. Pero a mediados de los años ochenta llegó la heroína de los barrios marginales de toda España, aquellos barrios que pasarían a la historia por todo aquello que llegaron a ser a pesar de las instituciones y por culpa de ellas. Esos barrios que adquieren la fama que merece su abandono. La heroína que te disfraza de lo que eres y habla por ti porque aparte de ella no tienes nada más, porque se han negado a darte nada más y la heroína les da la razón a ellos y a ti también. Las paredes desconchadas de las chabolas se volvieron más blancas aún y las ratas, empeñadas en mantener su grisura, hicieron el resto. Para saber lo que ocurrió después, visitad la tesis de Enrique Ilundian que encontraréis en
http://www.fundacionmhm.org/pdf/Mono5/Articulos/articulo7.pdf

La ladera sur de Montjuïc es la alfombra que esconde el polvo de las fábricas que han hecho de Cataluña el pastel de boda de una España insostenible en su calendario.
Pero lo curioso es que sabemos mucho más de lo que Can Tunis ha inspirado que su realidad palpable. De este modo, tenemos la película “Los Tarantos” de Rovira-Beleta, una especie de Romeo y Julieta a la gitana y al más puro estilo Douglas Sirk, con Carmen Amaya y Antonio Gades, y el grandioso poema de Jaime Gil de Biedma “Barcelona ja no és bona, o mi paseo solitario en primavera” del que transcribo el final:

Sólo montaña arriba, cerca ya del castillo,
de sus fosos quemados por los fusilamientos,
dan señales de vida los murcianos.
Y yo subo despacio por las escalinatas
sintiéndome observado, tropezando con las piedras
en donde las higueras agarran sus raíces,
mientras oigo a estos chavas nacidos en el Sur
hablarse en catalán, y pienso, a un mismo tiempo,
en mi pasado y en mi porvenir.

Sean ellos sin más preparación
que su instinto de vida
más fuertes al final que el patrón que les paga
y que el salta-taulells que les desprecia:
que la ciudad les pertenezca un día.
Como les pertenece esta montaña,
Este despedazado anfiteatro
de las nostalgias de una burguesía.

La alegría con la que los vecinos acogen los nuevos proyectos de saneamiento de Can Tunis contrasta con la lista de prioridades de un gobierno y un ayuntamiento que han tardado más de veinte años en preocuparse del asunto. El trabajo de las excavadoras ha finalizado. Ahora, es como el chiste de Eugenio: “-Vale gracias, pero ¿hay alguien más?”

Hay un documental reciente sobre el Can Tunis actual. Si buscáis “Can Tunis” en el YouTube, la primera opción es una entrevista a los directores y extractos de la película.

Si queréis leer las opiniones de un vecino de Can Tunis (creo que son verdaderas) clicad:
http://www.20minutos.es/noticia/2658/0/tunis/cambia/clientela/

Y…bueno, esta página es demencial:
http://www.fallingrain.com/world/SP/56/Can_Tunis.html

miércoles, 10 de enero de 2007


Aquest es un text d'en Miquel Barceló (l'historiador) que va publicar el diari El País el 7 de gener de 2003 :
Debió de ser en junio de 1957. Las noches eran cortas y entraba pronto la aurora con sus dedos rosados. Por la empinada calle de Muntaner bajábamos, crepusculares, hacia el mar. No recuerdo si éramos cuatro -Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Luis Marquesán y quien ahora lo cuenta- o cinco o alguno más. El tránsito hacia el puerto era lento y lleno de episodios. Uno de ellos, acaso el más prominente, por lo menos aquella vez, había sido la cena, donde se apuraron bebidas y chismes desasosegantes, como noticias de muerte repentina. El camino hacia las Ramblas pasaba entonces por el bar librería llamado Cristal-City, en la calle de Balmes, justo por encima de la plaza de Molina, cerca de donde vivía el atildado "monstruo de sanjuanistas", de apariciones sujetas a un severo pero insólito horario. No recuerdo si continuó con nosotros o se separó para proseguir sus domésticas torturas. De todas, ésta era la estación más formal o, al menos, de la que quedaba mayor iluminación, mejores detalles. Las que venían a continuación eran confusas, tanto que resultaba imposible, incluso, recordar el orden en que se sucedían.
Se hacía más negra la noche, el paso vacilante y más terca la discusión de dónde debía ser la próxima parada. Estaban los bares de los callejones cercanos a la plaza Real, la Posada del Mar, por ejemplo, que acogía a Agamenón y a Ulises y a otros exiliados griegos innombrables. Y también había locales de menos ambiente a lo largo del final de las Ramblas, alguno llamado intraduciblemente The Beachcomber's y de evidente fundación por un poeta inglés seriamente afeminado, visitante ocasional de la ciudad. No recuerdo qué hicimos aquella noche. Sí recuerdo, como en trazos sin orden depositados, el ruido compacto, acompasado, de los paseantes demorados, las quietas luces de los quioscos y el olor del mar, cada vez más cercano. No debía de ser muy tarde aquella noche porque recuerdo que todavía circulaban soldados de permiso y se agrupaba la gente en los bordes de la acera, sin pasar. Por los balcones abiertos salían olores de cocina y pedazos de conversación alguna vez desdeñosa.
Ignoro cómo fuimos a para allí, al bar circular, de cristales y madera, plantado en el costado izquierdo de las Ramblas, batidas ya por la brisa marina. Lo recuerdo vivamente. Ahora nos acercamos a él en dos grupos, Jaime, Luis y yo en el primero, con paso de legionario, como hace notar Jaime. Ligeramente rezagado va Carlos chupando de un cigarrillo entre los dedos mientras mantiene el codo a la altura de su boca. Va solo midiendo su caminar como si anduviera en la cubierta de un barco ballenero. Más atrás, tambaleantes, vienen dos sombras. Un hombre medianamente joven doblado sobre sí mismo nos impide el paso. Con la vista fija en el suelo y con los dedos separados de la mano derecha, como si cantase o maldijera, grita "¡búlgaro, búlgaro!": ¿qué significa la imprecación? ¿Quién conocía entonces un búlgaro? ¿Qué turbia reconvención escondía la extraña voz? Entramos y recuerdo la turbación de Carlos.
Ahora, de improviso, nos dirigimos hacia un chiringuito de Montjuïc. Ya han aparecido los dedos rosados de la aurora. Se ve el mar azul abajo con un fondo de nubes radiantes tapando la línea del horizonte. Entramos. Hay pocas mesas ocupadas. Formamos parte de los primeros clientes que buscan en vano prolongar una noche que sus mismos cuerpos rechazan. Las paredes son blancas y huele a limpio. Se oyen voces sosegadas y nos miramos cansados como después de cumplir un farragoso trámite. Pedimos de beber. De repente alguien abre la puerta y aparece recortado a contraluz en el umbral. Brevemente detenido, como si viniera de un largo recorrido, da, por fin, un paso adelante y lo vemos. Tiene el pelo untuoso con una gran onda balaceándose en su frente. Lleva una camiseta imperio que se ajusta a sus carnes sin rastro de musculatura. Pasea por los clientes sentados unos ojos henchidos de melancolía. Con gruesa voz grita: "¡Ponme medio litro de menta que todavía se la tengo que chupar a mi Antonio!".
Nos callamos todos. La fría luz entra por la puerta. En el silencio se oye correr el agua del grifo en el fregadero. La voz del camarero repite monótona la orden: "¡Un vaso de menta para Manolo que todavía se la tiene que chupar a su Antonio!".
Vuelven a hablar los clientes. Jaime echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos, sonríe levemente y musita: "Isaías, 4-6".